Patrimonio Cultural del Tecnológico de Monterrey

Rodrigo Ruíz de Zepeda Martínez, Auto general de la fe, 19 de noviembre 1659. Imprenta del Santo oficio, por la viuda de Bernardo Calderón en la calle de San Agustín, México, licencia del 20 de diciembre de 1659

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Este libro, que no hemos encontrado en internet y que no parece haber sido nunca reeditado, consta de 159 páginas. Seguimos esta numeración aunque las páginas no la traen marcada. Los bloques en que dividimos el texto señalan la primera y última página que cubren. Además de esto, cada foja, recto y verso, lleva una numeración añadida. La Relación del auto general de la fee propiamente comienza en la p. 18, f. 4.

Los autos generales de la fe en México, como el de los judaizantes de 1649 y éste de 1659 en que murió Guillén de Lampart, eran acompañados por libros encargados por el propio Santo oficio, donde escritores reconocidos daban una visión de conjunto y pormenorizada del suceso. El doctor Rodrigo Ruíz de Cepeda o Zepeda Martínez, autor de este libro referente al auto de 1659, era “abogado del Real Fisco y presos de esta inquisición”: el defensor de los presos.

Quien hizo la historia del auto general de 1649 fue Matías de Bocanegra (1612-1668), jesuita poeta, dramaturgo e historiador, y también el predicador elegido del gran inquisidor mexicano, el implacable e imparable arzobispo de México Juan de Mañozca y Zamora (1644-1650), que fue inquisidor por vocación durante cuarenta años (lo fue también en Cartagena y en Lima, donde condujo el auto de fe de 1639), además de visitador del santo oficio de México, consejero real y miembro de la suprema (el Consejo Supremo de la Santa General Inquisición). El poderoso Mañozca, Guillén lo sabía claramente, fue su azote personal y no lo soltó ni muerto. A horas de su muerte, Lampart realizó su breve fuga, que de algún modo dedicó al difunto arzobispo; y hasta su propio fin, en 1659, el reo quedó en manos del aún peor sobrino, el inquisidor Juan Sáenz de Mañozca.

La obra se dedica al inquisidor general Diego de Arce Reynoso, obispo de Placencia, y a la suprema, y refiere de partida que, en los diez años que ha sido inquisidor general el mencionado, se han celebrado en México siete autos de fe, dos de ellos generales, entre 1649 y éste de 1659, “siendo los penitenciados, reconciliados y relajados, así en persona como en estatuas, más de doscientos cuarenta”. Los dos primeros grupos podían vivir, pero con castigos y restricciones rigurosas: en casos de judaizantes, despojo de sus bienes; y en general para todos lo que no morirían, unos centenares de azotes, obligación de usar el sambenito siempre y llevar velas verdes en las ceremonias religiosas, semi-esclavitud en galeras, obrajes o en el servicio con enfermos pobres, por años, y la seguridad de que el Santo oficio no olvidaba a sus reos, quienes con frecuencia repetían juicio y algunos regresaban para morir en sus manos.  Los “relajados a la justicia y brazo seglar” (seglar o secular, del siglo, esto es, las autoridades civiles) eran quienes serían ejecutados el día del auto.

Con estilo crecientemente untuoso, Zepeda Martínez aplaude la virtud de los señores inquisidores, quienes, a pesar de haber agotado la cosecha en el nutrido auto del 49, “hallaron nueva materia en que emplear sus desvelos” y lograron reunir una variada colección de herejes y judaizantes para el auto de fe de 1659: eran poco reos, es cierto, pero “en la calidad de las causas y variedad de sujetos en todo fue exquisito”. “No faltaron (...), y alguno de ellos que maquinó el sublevar este reino” (p. 23). De Lampart se dice también que era “famoso en tramar embustes”: “deseábase mucho la celebración de este Auto por algunos sujetos que se sabía estaban presos en el santo oficio, y eran conocidos de los más de la ciudad” (p. 21).  También se dice que, “por pedirlo el estado de relajación en que algunos de los reos se hallaban, determinaron los señores inquisidores celebrar otro Auto general...”, y para ello aceleraron la terminación de los juicios (p. 20).

Este escrito hace su mayor esfuerzo retórico para mostrar, en ocasión del auto general, la unanimidad que cohesionó a la sociedad novohispana bajo la autoridad suprema del tribunal del santo oficio, lo que, queda claro, era el interés mayor de éste.  La descripción de los pasos ceremoniales para organizarlo es notable; con las jerarquías claramente marcadas, en visitas y contravisitas son involucradas todas las instituciones novohispanas: el tribunal de la santa fe; el virrey; la audiencia; el cabildo secular (ayuntamiento); el arzobispo; los prelados de todas las “religiones” (Santo Domingo, San Francisco, San Agustín, la Compañía de Jesús, y tantas otras); los muchos tribunales, la real universidad (a su vez con su rígida jerarquía interna y entremezclamiento con las instancias religiosas: el rector, también prior del convento de San Agustín; el “primer consiliario”, calificador del santo oficio; y los capitulares, secretarios, bedeles, doctores, maestros), innumerables funcionarios, encomenderos, caballeros mayorazgos (pp. 22-26).

Tras esta ronda siguió la “publicación solemne del auto”: el recorrido de un copioso “acompañamiento”, “manifestando en el adorno de sus personas lo puro de su sangre”, musicalizado con “trompetas, ministriles y atabales”, que se detuvo en cinco lugares donde se dio el pregón. Composición del acompañamiento, recorrido y pausas reproducían desde luego las jerarquías: la primera parada fue en la esquina de las casas de la inquisición; la segunda, en el “real palacio al pie de la galería”, con asistencia de virrey y virreina desde los balcones; la tercera, en la plaza mayor cerca de las casas el cabildo, con presencia del corregidor y los capitulares; la cuarta, “a la entrada de la calle de San Francisco y Platería”; la quinta, “pasado el empedradillo a la esquina de la calle de Tacuba” (p. 27).

Siguió el pregón de un bando del propio virrey, duque de Albuquerque, que a su vez convocaba a asistir obligatoriamente al auto a órdenes militares, alcaldes mayores y otras autoridades, ejército, funcionarios de gobernación y guerra… (p. 28).

La descripción de la fábrica del tablado donde se efectuaría el juicio -con gradas para las autoridades, capilla, “media naranja” para colocar a los reos-, toma muchas páginas. Se instaló “en el ángulo que forman las casas del cabildo y los portales de los mercaderes, lugar a propósito para el intento por ser allí el trajino de todo el reino y centro de la ciudad” (pp. 30-32).

El 18 de noviembre, un día antes del auto, se instalaron las vallas para contener las multitudes a lo largo del recorrido que haría la procesión. Instalan la cruz verde que se saca en los autos generales. Las calles están llena de forasteros; las casas y las posadas llenas, “todo lleno de andamios, asientos y coches” (p. 33). A las dos de la tarde, salen de sus casas las comunidades religiosas a escuchar misa en la iglesia de Santo Domingo, donde asiste desde luego toda la nobleza, etcétera. El alguacil mayor es asistido por 16 lacayos. El corregidor, conde de Santiago, él mismo “familiar” del santo oficio, sale con el estandarte de la congregación y cofradía de San Pedro Mártir, “invicto inquisidor” y, en su hábito, la cruz de familiar. Después de misa sale la procesión, con asistencia masiva de todos los cuerpos de la sociedad virreinal y máximos lujos y ostentación de poder: “con esta disposición y orden caminó aquel ejército de católicos”. Como culminación, se levanta en la capilla del tablado la cruz verde y el estandarte de San Pedro Mártir, y se celebra con cantos y oraciones, salva de la mosquetería, maitines a medianoche, hachas y luces toda la noche (pp. 35-37). 

El día 19 inicia a las seis de la mañana, con la procesión de los reos; los relajados van al final, “con sambenitos pintados con llamas y figuras de demonios, y lo mesmo en las corozas (1) que tenían en las cabezas” y en su mano una cruz verde. El relajado Pedro García de Arias trae mordaza en la boca, porque desde que lo sacaron de su celda proclamaba a gritos la injusticia del santo oficio. La enorme procesión recorre las calles de la valla, hasta llegar al tablado y dar aviso al virrey. Sale una nueva comitiva para dar la vuelta e ir al encuentro del virrey, quien sale a caballo y es recibido por inquisidores en mulas. Van de regreso acompañados de representantes de instituciones civiles, entre los que se cuenta el consulado de mercaderes, los ministros de vara conteniendo al público. Al final va el tribunal del santo oficio “trayendo en medio” al virrey.  A su lado, un inquisidor lleva el estandarte de la religión: el arcángel San Miguel, y las armas del papa, reyes, inquisidores, etc. Hay más de quinientas personas a caballo. “Que era un mundo abreviado”, concluye el autor. Otra larga descripción describe cómo se sientan, a dónde van las esposas, a qué horas y dónde comen (en las casas de cabildo). El sermón principal del juicio es dado por fray Diego de Arellano y figuraba originalmente al final de este libro (pp. 44-51, 56).

Entre las páginas 60 y 109 figuran las causas y sentencias de los penitenciados, relato no desprovisto de interés social y humano. Desfilan mulatos libres, negros esclavos, algún alcalde mayor bígamo... La penitenciada criptojudía María de Zárate, mujer del relajado Francisco Botello, quien salvó la vida pero recibió duras penas, se atrevió en su juicio a describir sus ayunos y las reglas de su religión. Argumentando con los preceptos cristianos, llegó a decir, con humor, si acaso podría haberlo en circunstancias de ausencia absoluta de derechos:

Y que no se enojaba Dios padre de que sirviesen a Dios hijo, ni tampoco se enojaba Dios hijo de que sirviesen al padre, y que en caso de duda, lo más seguro era servir al padre. (p. 74)
En las pp. 38-44 aparece la lista de los relajados en persona, que eran siete. Dos criptojudíos portugueses, que ya habían pasado por el Santo oficio en 49: Diego Díaz, viudo de Ana Gómez, ejecutada en 1649, por no haber salido desterrado cuando se lo ordenaron, y Francisco Botello; los heréticos alumbrados Francisco López de Aponte -portugués proveniente de La Habana-, el portugués Juan Gómez, el gallego Sebastián Álvarez –quien en el juicio recibe la oferta de vivir a cambio de 200 azotes-, y Pedro García de Arias, ermitaño de Coyoacán, “soberbio y presumido”; y Guillén de Lampart.  

Habría además un relajado en estatua, lo que significaba, aunque no se tomaran la pena de mencionarlo, que la persona en cuestión había muerto antes, en manos del santo oficio. Era don Joseph Bruñón de Vertiz, clérigo presbítero, hereje alumbrado, a quien se asociaba con cuatro hermanas ya presas. Una de ella, Josepha Romero, por cierto, fue “absuelta de la instancia del juicio” por haber muerto en la cárcel. A juicio del autor, lo más dramático del juicio fue el acto que las autoridades realizaron con la estatua y los restos del clérigo. Primero despojaron a la efigie del hábito de clérigo; luego la vistieron con el de relajado:
Y luego los ministros de la justicia seglar pusieron a la estatua las insignias de relajado que estaban preparadas, sambenito y coroza con llamas y demonios pintados, para entregarla al fuego con sus huesos. (p. 59)
A partir de la p. 109 se describen a los “relajados en persona” en el segundo tiempo de su martirio, ese 19 de noviembre de 1659: cómo actuó cada uno de ellos, mientras, sentados en la “media naranja”, debían levantarse y acercarse uno por uno a escuchar su sentencia, parados y , en el caso de Lampart, con la mano derecha colgando de una argolla colocada en lo alto de un poste, y amordazado para que no emitiera voces. Y registra cómo cada uno se mostró en sus últimos momentos, mientras los alcanzaba el fuego, algunos ejecutados un poco antes, otros quemados vivos. 

Afortunadamente para los reos, “leyose lo que se pudo de estas causas, que fue muy poco, así por lo pequeño del día por ser invierno, como por llover y ser turbulenta la tarde” (p. 59).

Muchos lograron dejar la impronta de su personalidad entre su sentencia y su muerte: López de Aponte, “declarando en su aspecto su eterna condenación”, “fue por la crujía haciendo piernas”. Luego se sentó en las gradas y dijo a los padres confesores: “¿no he hecho bien mi papel?”. Lampart, “hecho una estatua sin responder a cosa de cuantas le decían (...), y puesto, para que oyese su sentencia, el brazo y mano por la muñeca pendiente en la argolla” parte del tiempo.

El criptojudío Botello, a todas luces un hombre bueno y cariñoso, asistía a su segundo juicio después de 49, ésta vez para morir ese día; descubría entre los reos a su mujer que estaba allá penitenciada: “levantó los ojos por verla con tan grande alborozo y alegría”. Diego Díaz, judío que declaró serlo, tuvo una mínima conversación con los inquisidores: “pues padre, ¿no es bien que nos exhortemos a morir por Dios?”

El tratamiento principal sobre Guillén de Lampart se encuentra en las pp. 114-127: contiene el resumen biográfico base de la imagen tergiversada y desde luego lo más negativa posible que sufrió la figura de Lampart hasta las rectificaciones muy recientes.  Son de especial interés el comentario del autor, admirativo a pesar suyo, referente al “artificio” de Lampart para hacerse de papel, plumas y tinta (p. 124) y su comentario respecto de las obras de Lampart Cristiano desagravio y retractaciones (“que más propiamente fueron reafirmaciones”), Beati omnes, qui timent Dominum (“libelo contumelioso”), donde no puede evitar resumir el rechazo de Lampart al Santo oficio:
porque en todo él le trató de cruel, de tirano, de injusto en su proceder, de doloso en su Secreto, de inhumano en el trato de los reos, de desaforado en el modo de prender y examinar los testigos, de inocentes a los judíos y herejes que castiga (...)  (p. 124)
y el Regio Psalterio, escrito como se sabe en lienzos de tela, que califica de “continuada narración y celebración de sobrenaturales revelaciones, apariciones y milagros” y del que destaca la sección en español “Orden y votos, Institución de justicia evangélica”: “instituyendo y gobernando un pueblo que había de vivir en grande pureza y ejercicio de virtudes” (p. 125).

Además de estos crímenes, “sin poder desasir de sí el arraigado espíritu de Tumultuante”, Lampart negaba al Papa jurisdicción en lo temporal, por lo que declaraba injusto que el sumo pontífice haya expedido a beneficio de los reyes de España “Bulas para la posesión de estos reinos”: “y pretendió claramente conspirar contra el rey nuestro señor, para despojarle de ellos como tirano, y dejar su elección en manos de los conspirados” (p. 126). En la p. 127 se da su sentencia.

Es curioso observar que la impresión que quiere dar el autor, de unanimidad en la adhesión absoluta de sociedad, religión y estado novohispanos en torno al tribunal del santo oficio, esconde una realidad politica mucho más accidentada y turbulenta. En 1643 cayó el conde-duque de Olivares, el valido de Felipe IV, que había abogado por proteger a los financieros criptojudíos; con él cayó el inquisidor general Antonio de Sotomayor y subió, unos años después, aquel a quien se dedica este libro. El obispo de Puebla, visitador general de la Nueva España, y por breve tiempo virrey y arzobispo Juan de Palafox había entrado en una enemistad abierta con Juan de Mañozca, arzobispo de México, quien siendo visitador del tribunal al que pertenecían él y su primo, no cumplía bien su encargo. Entre los dos polarizaron a la sociedad novohispana: Palafox, aliado de los criollos, del ayuntamiento de la ciudad de México y del clero secular, contra el virrey Salvatierra (hasta su partida en 1648), el arbobispo Mañozca y la inquisición, la nobleza y los altos funcionarios españoles, la real audiencia y las “religiones”, en particular jesuitas y dominicos. La cúspide de su intensa confrontación pública fue el año de 1647: cuestionado su poder desde la calle, Mañozca utilizó a la inquisición para procurar someter la expresión pública con encarcelamientos, vejaciones, castigos y condenas religiosas. Extralimitó las funciones de ese tribunal, y su virulencia. En abril 1649, con una semana de diferencia, uno consagraba la catedral del Puebla mientras el otro celebraba el gran auto de fe contra los criptojudíos.

Partió Palafox, murió Mañozca. Bajo el virrey Albuquerque (1653-1660), los anti-palafoxistas y pro-jesuitas lograron dominar las grandes instituciones religiosas. Pero, a pesar de su ausencia, la reverencia por el obispo Palafox en la Nueva España crecía, y la propia inquisición en España trataba de frenarla. La corrupción desatada en el santo oficio tras la desposesión de los grandes y ricos financieros criptojudíos no pudo ser más ocultada; el nuevo visitador del tribunal, Pedro de Medina Rico, estableció alrededor de 1656 numerosas y graves acusaciones y centenares de cargos contra el primo del arzobispo, Sáenz de Mañozca, y los otros inquisidores, quienes buscaron defenderse y terminaron acusándose unos a otros, para general escándalo. El auto general de la fe de 1659 fue una respuesta de los inquisidores a la exposición de los fraudes y robos cometidos por ellos y a la persistente influencia de su enemigo el ausente obispo Palafox. En la descripción de las entidades convocadas, el desbalance buscado por el difunto Mañozca sigue dominando: la inquisición y las órdenes religiosas parecen permear todo, mientras que el clero secular y el propio arzobispo figuran con poco brillo (de hecho el arzobispo parece estar ausente del tablado, ver pp. 49-50). Y los inquisidores se salieron con la suya; en particular Sáenz de Mañozca fue obispo de Santiago de Cuba en 1661, de Guatemala en 1668, y electo obispo de Puebla en 1675, aunque murió antes de tomar posesión.


(1) Coroza: sombrero cónico que ponían a los condenados del santo oficio.


Bibliografía

Matías de Bocanegra, Jews and the Inquisition of Mexico: the Great Auto de Fe of 1649. Edición y traducción de Seymour B. Liebman. Lawrence, KS, Coronado Press, 1974.

John F. Chuchiak, The Inquisition in New Spain, 1536-1820: A Documentary History.  Johns Hopkins University Press, 2012. 

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José Toribio Medina, Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en México (1905). Reedición de Julio Jiménez Rueda, México, Fuente Cultural, 1952.